Nuestras hormigas
Ando pensando en nuestras hormigas.
Ellas siguen allí, desmigajando las paredes,
herederas del silencio,
dichosas espectadoras de nuestra eternidad.
Las imagino horadando azulejos verdes,
tomando el patio en una especie de conquista
en la que se ha premiado la perseverancia.
No obstante, confío en que nos echen de menos.
Fueron años de abundancia:
de migajas de magdalena bajo las naguas,
de aguaceros de alpiste, huellas de café y azúcar,
semillas de melón
que caminaban con sigilo hasta los
rincones.
Hemos convivido en una contienda de mutua tolerancia.
Jamás se asomaron a las habitaciones,
salvo por alguna intrépida sumida en el despiste
o cargada por una curiosidad comprensible.
Muy de vez en cuando, nos dejamos sorprender
por sus peregrinajes exploratorios,
al percibir el confuso cosquilleo de sus diminutos pasos
enredados en el vello de los brazos.
¿Qué harán ahora que la casa duerme?
Ahora que nadie abre las puertas
para que el sol se adentre como una lengua de vida
y moje con
su luz todas las esquinas.
Ahora que nadie pulsa los interruptores
ni riega las macetas.
Nadie que desanude las cortinas.
Y el polvo, dotado de una gravidez ambigua,
fulgura con
parsimonia hiriente
antes de dejarse reposar sobre los muebles.
En un silencio
ecuánime, templado,
que sólo escucha mi ausencia.
Quizás les asuste tanta quietud, tanto sosiego.
Y tal vez añoren el pulso cotidiano de la casa,
la tonalidad
de nuestras voces,
nuestra manera de hacer vibrar el suelo.
Incluso la tensión que antecedía al asalto,
la proximidad de
la escoba,
el barrunto de una estampida de agua.
Me consuela pensar que persisten.
Que su vehemencia sobrepasa
su nostalgia.
Que son con mi abuela.
Que el tiempo compartido las hizo semejantes.
He conocido ya muchas especies de hormigas.
En ningún lugar he hallado las mismas.
Aún no he decidido
si esta certeza me consuela
o me tortura.
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Iantha Naicker. |
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