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Nuestras hormigas

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  Ando pensando en nuestras hormigas. Ellas siguen allí, desmigajando las paredes, herederas del silencio, dichosas espectadoras de nuestra eternidad. Las imagino horadando azulejos verdes, tomando el patio en una especie de conquista en la que se ha premiado la perseverancia. No obstante, confío en que nos echen de menos. Fueron años de abundancia: de migajas de magdalena bajo las naguas, de aguaceros de alpiste, huellas de café y azúcar, semillas de melón  que caminaban con sigilo hasta los rincones. Hemos convivido en una contienda de mutua tolerancia. Jamás se asomaron a las habitaciones, salvo por alguna intrépida sumida en el despiste o cargada por una curiosidad comprensible. Muy de vez en cuando, nos dejamos sorprender por sus peregrinajes exploratorios,  al percibir el confuso cosquilleo de sus diminutos pasos  enredados en el vello de los brazos. ¿Qué harán ahora que la casa duerme? Ahora que nadie abre las puertas para que el sol se ad

Para quien escribe

  Para quien escribe existe un pulso subterráneo más allá del devenir errático del ser vivo,  de su prosaica estrofa, más hondo, de raíz incierta y susurrante. Percute con vigor errante en la memoria. Atraviesa la ruina de los sueños locos que  caminan descalzos. No descansa. No acontece. Pienso y siento distraída, obnubilada, absorta,  compañera de mí misma. Análoga del trueno, emperatriz silenciosa. Decaigo a sustraer sus devaneos, herida de una corriente hilada de palabras plenas. Efímeros desastres me zambullen y me abrigan. Creo en el amor al tacto, en el olor de la arruga, afano el sabor de la tregua cotidiana y mis dedos de coral aferrados al olvido. Desisto de enflaquecer ante la desesperanza. Reniego de la estigmatización de la nostalgia. Navego intemporal en un presente impropio. Y cada noche amanezco de nuevo con ojos anegados de habitar la incertidumbre.

Réquiem por un pueblo

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Emana la tierra un calor errante de desdicha. Se desprende el canto de los pájaros de la ingravidez del aire. Ahogamos en polvo infértil las manos de los niños. Arrancamos el paisaje y su memoria de los ojos de los viejos. Muchos mordemos las palabras mientras se nos confunden dentro la hipocresía, el dolor y la ira. Nos han cercenado los campos minándolos de escombros. No es sutil ni pequeña la barbarie. Se desploma gigantesca en el espacio y en el tiempo. En un parpadeo estático, casi ilógico, hemos permitido que sucediese. Quizás algunos asistíamos perplejos e inútiles al grotesco espectáculo; paralizados, contemplábamos el desmembramiento, el desenraizado agónico de cientos de olivos, absorbidos por una distopía ya palpable que anulaba cualquier intento de voluntad o sospecha. Los habrá a quienes les pesará la cobardía. Otros quizás aún no saben ni de qué hablo. ¿Culpables? Casi todos. Dinero. Dinero yermo recorriendo las calles de un pueblo que pierde parte de lo que es si

La espesa costumbre

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Entre mis manos guardo una espesa costumbre,  como un trozo de sombra -cálida, frugal, herida- que se desprende del aire y  atraviesa los cuerpos y las voces. Apenas me rozó la vida, comenzó a inundarme la memoria, a abrazarme los recuerdos, a irrigarme la sangre de nostalgia desmedida. No comprendo mi consciencia sin su anhelo;  sin su pasado obstinado, matriz serena de cualquier signo de cordura. He mirado siempre con un millón de ojos a cada segmento abundante, tratando de arrastrar con la boca las palabras, resecas y azuladas, como cicatrices en los labios, tendidas en la puerta de mi casa, sorbidas frente al impacto de lo externo, rendidas ante la cauta condena  de alimentarme los huesos con el silencio de sus pasos; caminando más allá  de mi percepción saciada, misteriosamente hendida  en mi garganta. Quizás no pueda romper la voz. Tal vez no encuentre la fuerza  para alzar el verbo al vuelo, para comprometerme,  desahogarme y desenterrarme,  letra a letra. Serás entonces humo en

El Higo I

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Vacila en el aire,  acorralada de espuma de nube, en una vibración constante que adormece el vuelo, como si a sus alas de papel traslúcido  únicamente les bastase silbar para mantener el equilibrio. La avispa persevera en el arrullo, en la sincrónica danza que la eleva  y la hace descender sin agonía, imantada por efluvios terrenales que la encadenan a su hábito innato. La llaman las flores, y ella responde.  La de la higuera no es una flor cualquiera.  Ya germinan sus brotes  arrastrando el enredo dulce de sus frutos, imaginando el desenlace  de la intriga que se consume en primavera. Aguarda evocando el delgado cosquilleo del insecto, surcando tenuemente el áspero tejido de su cuerpo. Inquieta y persuadida de anhelo, enardecida, huida en el pensamiento, en la caricia, en el encuentro.  Cuando la avispa se acerca,  la higuera esboza criaturas, órbitas que planean delineando los susurros. Sus raíces se conmueven, enflaquecen y agarran la tierra, extenuadas, sorbidas de placer y de agon

La cocina es naranja

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La cocina es naranja. Aquí se confunden la felicidad y la vida. La luz construye espejismos serenos que se encierran en instantes infinitos. Mi abuela come sandía. Pipas morenas se arriesgan en su boca, fecundan su garganta y encienden la voz de su pasado. Las insatisfacciones que cercenan sus manos se amedrentan a cada bocado. El polvo dormido en sus uñas se endulza y diluye, sus dedos se espesan mientras los ojos se evaden. Aquellas semillas que sembró su padre, sin saber quién habría de recoger el fruto alimentado por la tierra; él no halló la suerte. Un traje fresco, salpicado de luto incorruptible entre flores blancas envuelve su cuerpo, cansado y sorbido en una fuerza constante, capaz de criar y amamantar a base de cordura. Sensatez analfabeta. Desconoce con certeza las palabras, disloca las letras, la entristece su ignorancia, aprendió a empuñar la cuchara demasiados años antes que el lápiz, a asumir la esclavitud con más firmeza que la dignidad. Su huma

El silencio

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Más allá de la piel hay espejos que encarcelan la mirada. Te observas prisionera de ti y enmudecida. El firmamento agolpado que acorralas destella sigilosas muestras de tu paisaje profundo. Nadie puede escuchar tus ojos. Allá adentro, bajo el pelo, bajo la carne, bajo el nervio susurrado, bajo el latido, bajo la rabia, bajo el brillo y la suerte, bajo la lluvia que desangras, bajo tanto silencio que te amarra, bajo el miedo que crece amenazado, la lucha sin piedad que enfrenta las palabras. Dónde está tu aliento tuyo. Los senderos de tu reino jamás serán andados. Mas no cesará tu sinfonía  de cercenar laberintos en tus jardines privados. Una sábana infinita cubrirá tus secretos tuyos. El peso de tu cuerpo descansará en tus manos. La realidad de los días que te guardas se entierra y florece en ti. Humedad eterna empañando los cristales de tu pecho. Hállame a pesar de ello envuelta en ropas transparentes. Déjame no obstante emanar